Son las 7 de la noche. Enciendo la luz, abro el grifo para tomar agua y reviso los mensajes en el celular. Es un automatismo. O mejor dicho: lo fue hasta hace unos días, cuando visité la comunidad indígena Ngäbe Las Vegas, cerca de la frontera con Panamá.

Hasta ese momento no me había detenido a pensar en que en este siglo y en este país, todavía hay lugares donde no podría hacer ninguna de las tres cosas.

Habíamos emprendido el viaje por la carretera Interamericana a buena hora – Roy Arias, de Seprojoven, quien a menudo visita el pueblo donde juegan futbol con los niños y quien fue mi guía en el viaje, y yo como representante de nuestra Fundación, Tejedores de Sueños.

Desde el puesto fronterizo Paso Canoas nos quedan 37 km más para llegar a nuestro destino. Los primeros 25 km van sin problema, sin embargo, a 8 km del Liceo de Santa Rosa, el camino ya no está lastreado. Llegado al liceo, dudamos un momento…los 3,5 km que siguen hasta Las Vegas sólo son transitables en ciertas épocas del año y a menudo son un desafío. Entonces hay que dejar el auto por el liceo, explica Roy, y caminar una hora hasta el pueblo. El mismo camino que los chicos hacen todos los días. Hoy, topamos con suerte. No ha llovido en días y decidimos seguir en auto. Parte con piedras, parte con polvo, cuestas largas y empinadas, grietas profundas e incluso pasar por un río… definitivamente para alguien de la ciudad, es una aventura. Eso sí, cuando nos paramos de vez en cuando, quedo maravillada por los impresionantes paisajes, por los cánticos de los pájaros y el sonido de los congos, y la ausencia de ruidos de automóviles.

Nuestro arribo en el pueblo es una sorpresa. No han recibido los avisos SMS enviados por Roy, explica Rebeca, porque no ha “subido” a la montaña en tres días, donde sí hay señal para el celular. Vemos el pueblo en sus quehaceres normales de una soleada tarde entre semana: un chico jugando futbol en la plaza, unos más pequeños correteando, Doña Amalia cosiendo frente a su casa, con una vieja máquina de pedales. Un caballo parado, y unos cerdos tirados al sol. Los ‘caminos’ en el pueblo se hacen a base de caminar. No hay agua potable. No hay electricidad. Seguimos hasta la casa del cacique, don Rufino, y explicamos el objetivo de la visita: reunirnos con ellos para conocer los problemas de los jóvenes del pueblo con relación al estudio. Aunque no nos esperaban, en poco tiempo se reúne un grupo en el salón de eventos, construido hace 5 años por una ONG.

Son unas 160 personas, la población de Las Vegas. Nos cuentan que básicamente hay 3 grupos de estudiantes: los de primaria, que van a la escuela unidocente cerca del pueblo, son unos 30. Luego hay 17 que hacen la caminata al colegio. Y están los que Rebeca llama “los rezagados”, un nutrido grupo de 13 jóvenes que terminaron 5º grado, pero por varias razones nunca pudieron hacer los exámenes de bachillerato. ¿Razones? Dinero, más que todo. Donde en el Valle Central uno se registra, toma el bus y va a hacer el examen, para los chicos de Las Vegas no es tan fácil. Llegar a Ciudad Neily – el lugar más cercano donde pueden hacer examen de bachillerato, a 55 km del pueblo – significa: 1 hora caminar hasta el liceo, pagar unos 20.000 colones para abordar transporte privado (no pasa bus), cambiar a transporte público en Paso Canoas y pagar otros 4.000 colones. En el mejor de los casos… 24.000 colones y casi 3 horas. Y luego, por supuesto, hacer el examen y tomar el mismo camino de regreso. David, el único que va a la universidad (Estudia Derecho en la Universidad Castro Carazo, en Paso Canoas), tiene un programa que le permite asistir a clases únicamente los sábados. Tareas que requieren computadora, tiene que hacerlas allá porque en el pueblo no se puede.

Nos cuentan las historias de sus chicos. Sin drama, sin rogar. Dignamente. Si se puede hacer algo, genial. Si no, seguirán luchando. No esperan nada, pero reciben contentos lo que se puede hacer. Mientras recojo mis cosas – admito que no quiero correr el riesgo de tener que trasnochar donde hay que buscar agua en el río y luz en el cielo – los veo, bromeando, vacilándome por mis dudas sobre el camino (“El carro puede con ese camino”, dice don Rufino, “la choferesa, no sé”).

Nada es imposible si uno quiere, reza el dicho. O: donde hay una voluntad, hay un camino. Puede ser, pero también es cierto que los caminos de unos requieren más voluntad que los de otros. Mucho más.

Linda De Donder